opinión
En 1959 se creó la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE), con el objetivo de formular planes orgánicos de desarrollo económico. A partir de 1963 fue una enorme referencia a través de múltiples estudios y diagnósticos que proyectaron el Uruguay del futuro. Fue el insumo más importante de la reforma constitucional de 1967, que introdujo el Banco Central, la OPP, la Oficina de Servicio Civil y hasta el Codicen. Sus propuestas a partir de los diagnósticos se orientaron a la descentralización, la planificación, el aumento del rol del Estado y la búsqueda de nuevos instrumentos de regulación para alcanzar en desarrollo.
En el área universitaria, su diagnóstico fue agudo, pero careció de un proyecto y un paradigma nuevo y sistémico para pensar el futuro de este sector. Sin embargo, analizar hoy aquel estudio sobre la situación universitaria nos permite un mayor nivel de referencia de un análisis comparativo para comprender las debilidades y nos devela cómo los nudos problemáticos centrales al interior de nuestra máxima casa de estudio en su mayoría continúan iguales.
El estudio parte de la identificación de la debilidad de los datos, situación que aún se mantiene, en tanto inclusive hasta la matrícula se conoce por censos quinquenales. A pesar de que no podían hacer un análisis evolutivo sino estático, identificó que el país estaba en una situación muy favorable respecto a los países más desarrollados en materia de matrícula, pero verificó la baja calidad y la reducida eficiencia terminal. Al constatar que, a cifras de egresos iguales a otros países había un volumen de estudiantes muy superior, identificando que el “rendimiento de la universidad uruguaya es el más bajo de todos los otros comparados y su elevada matrícula no es estrictamente identificable como un avance de la penetración de la educación superior”. El informe constataba que no había relación entre la estructura de exportaciones y la matrícula; el excesivo peso de Derecho y Medicina; la alta prolongación de los estudios, una alta presencia femenina con mejores resultados, la escasa participación de estudiantes de bajos ingresos, los elevados aplazamientos en todas las facultades, la alta incidencia de los estudiantes que demoran más que los años fijados en los planes y los que tienen 10 años o más en la universidad. Constataba que el nivel de deserción alcanzaba al 40% de los efectivos inscritos por primera vez, e identificaba que se necesitaba 5,6 inscritos por año para producir un egreso y que inclusive el rendimiento había empeorado en forma constante. Mostraba que los ingresos en Humanidades –tomando desde 1951 a 1963– eran los más altos y habían ascendido más que las otras carreras. La síntesis del informe expresaba que “la universidad mantiene un enorme alumnado de elevado costo, que no terminará jamás su carrera, –y afirmaba que– el pasaje transitorio de miles de personas por las aulas universitarias no implica necesariamente un aporte al desarrollo económico”. Concluía inclusive que “la realización incompleta… puede ser más inconveniente que positiva”.
El estudio mostraba que la proporción de los estudiantes que trabajaban era muy alta (dos terceras partes de los varones y un tercio de las mujeres) y sostenía que ello podía ser un factor explicativo del bajo rendimiento del sistema. Verificaba que la universidad era un sistema concebido para que los estudiantes trabajen y que nada permitía a los estudiantes de tiempo completo que tuvieran mejores resultados. Asociado a ello, mostraba que apenas el 6,4% del personal docente dedicaba más de 24 horas semanales a la universidad.
La mayor parte de estas realidades se mantienen o han empeorado y muy pocos de los hallazgos del Informe CIDE han mejorado. Lo que sí ha irrumpido es un enfoque por el cual estamos frente a debilidades intrínsecas y cuya solución vendrá de una nueva arquitectura nacional de la educación superior en el Uruguay.
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