editorial

Conflicto de poderes

En la página dos de esta edición, en la sección de efemérides “Un día como hoy”, se recuerda la aparición de cadáveres en las costas del departamento de Rocha en 1976; como consecuencia de la descomposición, los cuerpos hallados presentaban rasgos que podrían indicar su pertenencia a razas asiáticas: tez amarillenta y ojos rasgados. Aunque [...]

En la página dos de esta edición, en la sección de efemérides “Un día como hoy”, se recuerda la aparición de cadáveres en las costas del departamento de Rocha en 1976; como consecuencia de la descomposición, los cuerpos hallados presentaban rasgos que podrían indicar su pertenencia a razas asiáticas: tez amarillenta y ojos rasgados.

Aunque las autoridades de la época se empeñaron en hacer creer que se trataba de marineros chinos o coreanos que habían sido arrojados al mar como consecuencia de una reyerta a bordo, sucesivos hallazgos posteriores en otros puntos de la costa permitieron concluir que estábamos en presencia de víctimas de la represión. El Plan Cóndor estaba en pleno desarrollo y exhibía descarnadamente la sevicia de los terroristas de Estado. El capitán Alfredo Astiz sería más tarde reconocido como un experto en hacer desaparecer opositores arrojándolos al mar desde el aire en los tristemente célebres vuelos de la muerte.

Felizmente, en Argentina, la Justicia superó las trabas que algún gobernante pusilánime intentó poner para “dar vuelta la página”, y hoy no hay obstáculo alguno para el libre accionar de jueces y fiscales. Es así que el bautizado “ángel de la muerte” –junto a un buen número de canallas responsables de crímenes de lesa humanidad– ha sido condenado y está expiando sus atroces delitos junto a otros connotados terroristas de Estado.

Desgraciadamente, en nuestro país se ha producido un retroceso que nos avergüenza en materia de juzgamiento a los esbirros, terroristas de Estado que actuaron junto a sus pares argentinos, chilenos, paraguayos y brasileños. Cuando la ominosa impunidad se resquebrajaba y unos cuantos militares –tal vez los más significativos– habían sido procesados y condenados junto a algunos de sus cómplices civiles, una desacertada decisión del máximo tribunal de Justicia vino a echar por tierra las expectativas de que el país continuara por la senda de la dignidad y del reencuentro con la justicia.

Al declarar que las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura deben considerarse delitos comunes y no de lesa humanidad, la Suprema Corte de Justicia construyó una muralla oprobiosa que cierra el paso a las investigaciones. Quedó consagrada, de este modo, la prescripción de todos los delitos en curso de investigación. A contrapelo de la doctrina hoy generalmente aceptada en todo el mundo civilizado y de la opinión casi unánime de los juristas más prestigiosos, nuestra Suprema Corte de Justicia decidió hacer caso omiso de las recomendaciones y decisiones emanadas de organismos jurisdiccionales internacionales.

Ahora bien, luego de la erección de la “muralla” (el término se lo debemos al presidente de la corporación), la Corte ha quedado prácticamente aislada en su criterio interpretativo de las leyes y de los principios del derecho. En efecto, asistimos a una situación insólita en que varios fiscales han formalizado una recusación a los ministros de la Corte por prejuzgamiento; y al mismo tiempo, sabemos de numerosos jueces y fiscales que disienten de manera categórica del criterio adoptado mayoritariamente por la SCJ.

Estamos, de hecho, ante un conflicto de poderes entre la Corte y el Ministerio Público, por un lado; y por otro, ante un conflicto interno que enfrenta a jueces con sus superiores jerárquicos.

Esta realidad debería hacer reflexionar a los ministros de la CSJ y admitir, con humildad, que pueden estar equivocados.

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