ANÁLISIS
El dolor de masas es conmovedor, cualquiera sea el balance político que se extraiga de semejante experiencia social. Tras la muerte de Hugo Chávez, buena parte del pueblo venezolano sufre la insoportable ablación íntimamente subjetiva y desestructurante del yo que toda muerte amorosamente próxima produce en los sobrevivientes y que Freud amplió hacia una “abstracción que haga sus veces”. Su sufrimiento merece el mayor respeto, acompañamiento y conmiseración. Pero me permitiré agregar que solo los protagonistas directos del lazo amoroso resultan insustituibles en su irrepetible singularidad: los ideales (o abstracciones, si seguimos en esta referencia el término del fundador del psicoanálisis) resucitan, perviven y evolucionan. Las utopías –que no son pocas, ni mucho menos fútiles en la actualidad latinoamericana en general y venezolana en particular- deberán revivir y cobrar nuevas alas, aún (si fuera el caso) a pesar de la autoría de Chávez. Los sujetos –y el líder no es la excepción- solo son células renovables de la longeva historia humana cuyo guión es colectivo.
A diferencia de la amplia mayoría de analistas e intelectuales de izquierda y progresistas que en estos días vienen escribiendo sobre la muerte de Chávez, no centraré sus méritos en su indiscutible carisma. Inversamente, creo (retomando en versión libre algunos elementos de la caracterización de Max Weber en “el político y el científico”) que el carisma en el liderazgo político es un peligroso facón con doble filo, que aún empuñado para las mejores causas las ha terminado hiriendo, tal vez involuntariamente, inclusive de muerte. Lo peor que podría rescatarse del legado chavista es precisamente ese puñal. Aunque resulte ajeno al acervo conceptual de las ciencias políticas, el narcisismo resulta un lastre para la emancipación humana. Prefiero, ante esto, destacar su carácter de pionero en el giro antineoliberal de América Latina que posteriormente varios otros líderes y movimientos políticos y sociales acompañaron en mayor o menor medida y su antiimperialismo infisurado y consecuente (a diferencia de grandes populistas históricos como Perón, Torrijos, Velazco Alvarado o Getulio Vargas) que le permitió jugar un rol institucionalizador de la unidad y solidaridad latinoamericanas. La institucionalidad es algo que precisamente trasciende el propio atractivo personal e inclusive, si tiene solidez, aún en su finitud histórica, pervive a sus fundadores. Deberían ser ejemplo de ello iniciativas concretas como la Unasur, el Consejo Sudamericano de Defensa, la Celac en el plano político, siguiendo en la esfera económica por su propósito de integrarse rápidamente al Mercosur (demorado por la pusilanimidad parlamentaria de brasileños y paraguayos) hasta el ALBA, el canal Telesur en el plano comunicacional, además de las propuestas fallidas como el Banco del Sur y hasta el soñado oleoducto subcontinental.
Su propio pueblo conoció los efectos de iniciativas económico-sociales reformistas que tuvieron impactos inmediatos, gracias a la oportuna nacionalización de la renta petrolera. El impulso educativo logró prácticamente eliminar el analfabetismo y una miríada de escuelas, colegios y hasta universidades (todas ellas gratuitas) van asegurando la continuidad y superación de la formación popular. Algo similar sucedió en la esfera sanitaria donde florecieron las clínicas, centros de atención y farmacias públicas produciendo cambios drásticos en los indicadores sociales de la salud popular. La vivienda social reconoce un impulso desusado. La pobreza se redujo en los 14 años de gobierno chavista de niveles iniciales mayores a las dos terceras partes de la población hasta la quinta parte actual y la indigencia cayó al 7%, aproximadamente. Las llamadas “misiones” cumplen un rol fundamental en la integración de los más sumergidos, mientras el sistema previsional avanza asegurando la subsistencia de los mayores y la desocupación se reduce hasta niveles cercanos al 8%. Su economía ha transitado por nacionalizaciones estratégicas y una incipiente reforma agraria. Venezuela es hoy un país capitalista (a pesar del declamado anticapitalismo de Chávez, que no dejo de valorar como contribución ideológica y cultural contrahegemónica) que ha mejorado enormemente la calidad de vida de su población mayoritaria mediante reformas de tipo keynesianas y anticíclicas, orientadas por la planificación, pero que tiene aún un largo recorrido por delante para acceder a mayores niveles de igualdad, aún dentro de los acotados confines del capitalismo. Lejos del socialismo del Siglo XXI (o de cualquier otro siglo pasado o futuro) enfrenta aún dificultades propias de una economía capitalista primarizada dependiente de un casi único recurso natural con altos niveles de déficit fiscal e inflación. Convive además con altas dosis de corrupción (inclusive alentada por la política oficial de desdoblamiento cambiario, al igual que Argentina), con un altísimo estándar de vida de las clases más pudientes y con grupos empresarios que obtienen pingües beneficios de los contratos que el propio Estado se ve obligado a suscribir para sustentar estas reformas. No debería ser óbice, como ya sostuve en otras ocasiones, para que las izquierdas las alienten enfáticamente. No concibo izquierdistas que a la vez no resulten reformistas. Quizás un futuro diferente permita una bifurcación. Mientras tanto, la unidad de reformistas e izquierdistas resulta indispensable.
Consecuentemente con esta breve descripción de la formación económico-social venezolana, su régimen político es el de una democracia representativa con algunas particularidades que las derechas adjetivan como populismo. El significante no es tan inadecuado (aunque por otras razones que en dos palabras se concentra en la vinculación de personalismo y reformismo), cuanto sí lo es la significación que le atribuyen sinonímicamente con el autoritarismo que convierte estas opiniones en un franco disparate. El gran autoritario para las derechas se sometió a 13 elecciones en casi igual cantidad de años, ganando limpiamente casi todas y, cuando fue derrotado, por caso en el plebiscito por la reforma constitucional, reconoció inmediatamente el resultado. El autoritarismo que se le atribuye es el que siempre pudieron “denunciar” en todos los medios de comunicación propios (e inclusive obtener réditos pecuniarios con ellos) y en las campañas políticas, porque no existe censura, no se impide el derecho de reunión o asociación, ni se encarcela a opositores, más allá de algunos estúpidos gestos amenazantes de “los servicios”. Por el contrario, la Constitución del ´99 incluye algunos institutos novedosos como el de revocación del mandato que ningún derechista se atreve a proponer en sus estados pero al que la oposición venezolana no tuvo pruritos en apelar, obteniendo como resultado una contundente paliza electoral. O donde funcionan los miles de consejos comunales, que constituyen una adaptación particular de las prácticas de presupuesto participativo y de cierta democracia directa limitada, tan poco simpática para el derechismo. En sentido inverso, es decir limitante de la propia democratización, junto con Cuba, es la única Constitución latinoamericana que no opone límites al ejercicio permanente del poder, permitiendo la reelección indefinida con su consecuente carga de personalismo, que parcialmente explica la sensación subjetiva de dolor y vacío con que esta muerte impactó a tantos venezolanos.
Habiendo sido Chávez, probablemente, el más radical de todos los líderes y presidentes latinoamericanos del giro progresista, los resultados de su modelo indican tanto los alcances y potencialidades de las estrategias reformistas aplicables, cuanto los límites y dificultades que enfrentan todos ellos en el ejercicio de gobierno, sin la suma del poder que aún descansa en los grandes grupos económicos y comunicacionales. El ejemplo venezolano es a la vez una fuente de experiencia para el resto.
La particular concepción personalista (y hasta mesiánica) del liderazgo de Chávez se vio fortalecida además por la particularidad de haber accedido al gobierno en el ´98 sin partido alguno y por tanto mediante el usufructo acrítico de las prácticas video-políticas que luego potenció aún más, al modo de un experto showman televisivo. A diferencia de los gobiernos uruguayo, brasileño y boliviano (y al igual que el ecuatoriano) la construcción político-partidaria sucedió al gobierno y al propio liderazgo. No pudo surgir de ella y debió ser producida “desde arriba”. Y por último, los propios sentimientos religiosos de Chávez, tan respetables en lo personal como -ya puestos en público- ajenos a la indispensable secularización de cualquier sociedad superadora, ayudaron aún más a cargar a su particular personalismo de un hálito de martirio sacrificial y hasta de cierta espiritualidad.
La recepción de todo legado político es siempre un diálogo con la historia, con sus pliegues, azares e incertezas, que excede la pregunta por la “madurez” del presidente Maduro para entablarlo aunque las urgencias lo sitúen hoy como el primer -aunque no excluyente- intérprete dialéctico. Me refiero antes bien al diálogo que las sociedades sostienen, como los que el propio Chávez supo compartir masivamente en sus apariciones televisivas y en la extensión de sus discursos habitualmente aderezados con nimiedades o anécdotas personales o cantos, aunque estos últimos fueran momentos de show.
Todo legado político carga además con sus fantasmas y posibles exorcismos. Como los que invocaron Marx y Engels en su famoso Manifiesto y el filósofo deconstructivista francés Derrida se propuso conjurar hace unos años en interrogaciones a sus herencias.
En estos días América Latina se apresta a hacer lo propio con los complejos y contradictorios espectros de Chávez.
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