tiempos modernos
El 10 de marzo de 1936 (un día como hoy) nacía Alfredo Zitarrosa. Debo confesar que jamás he podido imaginarme cómo sería Alfredo de niño, cosa que no voy a intentar, aunque me lo imagino integrando grupos pequeños a la hora del recreo pero observando atentamente al conjunto.
Lo conocí, muchos años después que lo escuché. Nos encontramos en México, que nos recibió a los dos y nos dejó marcados para siempre.
Si tengo que elegir, digo que prefiero a Alfredo como cantautor, donde se expresaba desde la profundidad del alma, mucho más que como una persona plena de contradicciones, que por cierto lo fue.
Pero a pesar de esta opción tengo la más firme certeza de que quien no conoció a Alfredo, sabe muy poco de la vida y diría más: de su propia vida.
Alfredo fue contradictorio, capaz de pasar en pocos minutos del mejor momento al peor. Pero cuando le llegó la hora de ponerse del lado de la democracia y de su pueblo, jamás dudó. Incluso se podría agregar que el Frente Amplio jamás fue una materia sobre la que se permitiera dudar.
Fue comunista, también frenteamplista, pero ante todo uruguayo. De esos que disfrutan de la noche, de alguna copa y del juego de cartas. Ese era su escenario preferido, mucho más que el que se construía desde los espectáculos.
Fue un artista de la izquierda, pero no fue un panfletario y por eso fue aceptado –lo es aún hoy- por amplias capas de la sociedad que trascienden al propio frenteamplismo.
Recuerdo una noche en que fui a buscar a Wilson Ferreira Aldunate a un hotel del Distrito Federal de México. Allí conversamos de las últimas noticias de Uruguay y casi sin quererlo, pero de forma natural, conversamos sobre Alfredo, que ya estaba radicado en México.
“Ustedes, los del Frente Amplio, nos ganaron a Alfredo y eso no se lo perdono”, me dijo Wilson, con su tradicional y fina ironía. Esa apreciación era la mejor muestra de que el canto de Zitarrosa, que se escuchaba todas las tardes en el Metro del Distrito Federal, había superado fronteras políticas y geográficas, para penetrar en lugares inesperados. Muchos años después me enteré de que el doctor Luis Alberto Lacalle es uno de los fanáticos de Alfredo.
Quizás se murió demasiado joven y por ello las instituciones lo recuerdan poco a pesar de la existencia de la Sala Alfredo Zitarrosa, pero cuando alguien recorre el dial de una radio y se encuentra de casualidad con Alfredo, se detiene un instante y lo escucha con la garganta apretada y muchas veces con las lágrimas en los ojos.
No sé para qué he escrito todo eso, cuando solo alcanza con transcribir a Eduardo Galeano. Pero las “cosas pasan porque suceden”, decía un amigo mexicano, sin intentar que alguien lo entendiera.
Comparto con ustedes lo escrito por Eduardo: “Cuando Alfredo Zitarrosa murió en Montevideo, su amigo Juceca subió con él hasta los portones del Paraíso, por no dejarlo solo en esos trámites.
Y cuando volvió, nos contó lo que había escuchado.
San Pedro preguntó nombre, edad, oficio.
-Cantor-, dijo Alfredo.
El portero quiso saber: cantor de qué.
-Milongas-, dijo Alfredo.
San Pedro no conocía. Lo picó la curiosidad, y mandó:
-Cante.
Y Alfredo cantó. Una milonga, dos, cien.
San Pedro quería que aquello no acabara nunca.
La voz de Alfredo, que tanto había hecho vibrar los suelos, estaba haciendo vibrar los cielos.
Entonces Dios, que andaba por ahí pastoreando nubes, paró la oreja.
Y esa fue la única vez que Dios no supo quién era Dios”.
Está todo dicho.
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