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Los distintos rostros del ¿cambio?

Para los años cincuenta y sesenta, ante el avance del socialismo en el mundo, la promesa de felicidad para las naciones bajo el capitalismo fue el desarrollo; lo que implicaba la industrialización, así como promover el crecimiento del mercado interno. Para ello, los gobiernos intervinieron en la economía debido a las deficiencias de la inversión privada nacional.

La idea era parecerse a los países del Primer Mundo, a los que se los consideraba la antesala del paraíso. De algún modo, todos querían para sí lo que se publicitó como “el sueño americano”. Por eso, cuando el Estado benefactor entró en crisis ante el incremento imparable del endeudamiento estatal, la oferta del mercado fue el desarrollo y con esa promesa, los partidos tradicionales ganaban elecciones.

Sin embargo, los pro-socialistas no se cansaron de explicarle al mundo que la raison d’ être del modo de producción capitalista es la diferenciación. Y esto se cumple entre clases como entre países. Para ser más claros, lo que sustenta al modo de producción es el hambre. Por hambre los trabajadores se emplean y por ella se dejan explotar, tanto que hoy en Alemania hay muchos que aceptan salarios de 300 euros. Así que mientras exista capitalismo, se reproducirá ad infinitum la ominosa realidad de que un pequeño grupo de gente concentre la riqueza, mientras que las grandes mayorías se hunden en la pobreza.

Con todo, para los años sesenta la alternativa socialista era fuerte y por ello, la tasa de explotación no alcanzó los niveles actuales, cuando observamos -en algunos países- el retorno de la esclavitud y el trabajo infantil como a inicios del siglo XIX.

En nuestros días, ante una crisis crónica del capitalismo de corte neoliberal, la promesa de cambio es el crecimiento.

Ya no se habla de alcanzar al Primer Mundo que también zozobra, sino espantar la pobreza y la desocupación, lo que entraña la resignación ante el hecho de ser explotados y hambreados para siempre.

La premisa de que el trabajo dignifica se devaluó. Con el siglo XXI creció una nueva convicción: que el trabajo es un castigo, de ahí que se prefiera hablar de la búsqueda de ingresos. Los trabajadores dejaron de ser una clase para convertirse en pequeños empresarios que venden su capacidad de trabajo según sus intereses.

Y la mayor falacia es que con un golpe de suerte se puede cambiar esa realidad. En verdad, Dios ama a los dueños de la Gran Manzana, a los que conducen Ferraris o a quienes como Carlos Slim, poseen una fortuna forbes de 73 mil millones de dólares.

El crecimiento como promesa redentora es un absurdo en sí mismo. Podemos jugar a la lógica de la aritmética colegial y convencernos de que si crece la producción de riqueza habrá más que repartir. Sin embargo, de mantener la actual estructura distributiva, tenemos que desengañar a los crédulos, afirmando que con el mentado crecimiento no se trastocará el hecho de que el 2 por ciento de la población mundial seguirá concentrando el 50 por ciento de la riqueza planetaria. Es decir, con mayor crecimiento, además de destruir nuestro hábitat como en China, seguirá reproduciéndose lo que construye el capitalismo salvaje.

El crecimiento y la reforma educativa como promotora del cambio a lo que nos oprime, constituyen los pilares discursivos de la derecha internacional, la que insiste con terquedad inescrupulosa la licitud de mentir con tal de calmar a las masas; y en esto no hay mejor ejemplo que el PP español.

En cuanto a la educación como vía para combatir a la desocupación, puede ser positivo para los pocos que se incluyan en lo que se conoce como sociedad del conocimiento; sin embargo, para los más, la mayor calificación no asegura otra cosa que médicos o ingenieros viviendo con sus padres o conduciendo un taxi. No nos oponemos a una mayor y mejor educación, pero con ella no se corrige la lógica de la explotación capitalista, es decir, la reducción de costos y el incremento de la productividad; lo que conlleva por un lado, la desocupación por uso de nuevas tecnologías y por el otro, el aumento de la ocupación menos calificada del Asia Pacífico.

Por tanto, los embustes de ayer concitan los de hoy con el propósito de sostener lo que en verdad debemos cambiar.

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