editorial
La semana próxima el Senado de la República dará sanción definitiva a la llamada Ley de Matrimonio Igualitario, que fuera aprobada en la Cámara Baja a fines del año pasado.
Escribimos entonces:
“Es así que, poco a poco, los uruguayos hemos empezado a dejar de estigmatizar al diferente; estamos aprendiendo a reconocer y a admitir de buen grado que hay ciudadanos que eligen caminos distintos de los que transita la mayoría, y no por ello dejan de ser tan respetables como cualquiera. Rompiendo tabúes y mitos, y derribando barreras, nos encaminamos hacia una sociedad más sana, más solidaria, más inclusiva y más fraterna”.
No parecen entenderlo así las jerarquías de la Iglesia Católica; y varios obispos uruguayos han lanzado un llamamiento a combatir la norma para evitar que el proyecto de ley sea aprobado en el Parlamento. Creemos que están en todo su derecho de rechazarlo y de movilizarse para impedir que el proyecto se transforme en ley, aunque hay pocas probabilidades de que tengan éxito en la empresa: el proyecto cuenta con el apoyo de legisladores de todos los partidos y su aprobación es prácticamente un hecho.
La argumentación contra el matrimonio homosexual se fundamenta básicamente en que, para la Iglesia, la única unión válida es la un hombre y una mujer, la única capaz de engendrar criaturas. En las uniones homosexuales “es imposible la apertura a la vida”, según ha expresado monseñor Jaime Fuentes, obispo de Minas.
Detrás de ese pensamiento subyace la homofobia que tradicionalmente ha prevalecido en la Iglesia Católica, herencia del episodio bíblico de Sodoma y Gomorra, y que se mantiene hasta hoy. La homosexualidad ha sido percibida como una “aberración”, un “desvío”, una “anomalía”, definiciones que habilitan a que los homosexuales (varones o mujeres) sean considerados “enfermos”. Cierto es que muchos no creyentes participan de esta idea, pero son las jerarquías eclesiásticas quienes la expresan con mayor convicción y ponen especial énfasis en la condena de las opciones sexuales que no tienen en cuenta que las relaciones carnales no deben perseguir otro fin de la procreación, descartando como pecaminoso el placer.
Es, asimismo, una expresión más de la intolerancia y el rechazo que experimentan las mayorías ante el diferente, el que se sale del casillero oficialmente válido. De esa intolerancia se pasa fácilmente a la discriminación, una de las formas más perversas que las sociedades han hallado para condenar los comportamientos que no se ajustan a la norma.
La oficialización del matrimonio entre dos mujeres o entre dos hombres es otro paso relevante hacia la igualdad en la sociedad, pues es una forma de reconocer un derecho humano fundamental, como sin duda lo es el que asiste a todas y todos de hacer su propia opción sexual.
El país ha venido avanzando en esta materia, acompasando los cambios que se han dado en la mentalidad media de los uruguayos. Es, también, el fruto de la lucha de organizaciones de la sociedad civil contra la discriminación.
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