XXV ANIVERSARIO
Cuando salió La República, no me gustaba el proyecto. Yo estaba en otro, que finalmente debió cerrar. La primera vez que entré a la redacción de La República estaba en Uruguay y Rondeau, y fue para visitar a los periodistas que la ocupaban. Luego de algunas vueltas en otros rubros, decidí hacer una ronda por [...]
Cuando salió La República, no me gustaba el proyecto. Yo estaba en otro, que finalmente debió cerrar. La primera vez que entré a la redacción de La República estaba en Uruguay y Rondeau, y fue para visitar a los periodistas que la ocupaban.
Luego de algunas vueltas en otros rubros, decidí hacer una ronda por los diarios a ver si volvía al oficio. Dejé La República para el final, porque estaba seguro de que me iban a decir “empezás mañana”, y no quería. Como lo dejé para el viernes, me dijeron “empezás el lunes.” Comencé a cubrir la Junta Departamental.
En el Diario Plural, pronto aprendí varias cosas de mi oficio que en un diario partidario no ejercitábamos.
La primera lección fue que en ese momento el diario era lo que yo llamo “la plaza pública”, o sea el medio en el que todos querían salir a decir sus cosas. No era difícil conseguir primicias cuando uno bajaba al subsuelo de la Junta, donde están los despachos de la oposición, y lo llamaban de cinco despachos distintos pidiendo para realizar declaraciones o para arrimarme documentos. El diario conservó ese sitial envidiable hasta que en 1994 se pronunció a favor del Encuentro Progresista. Los problemas de dinero fueron crónicos y el gran mérito de La República es haber sobrevivido. Sin embargo, siendo administrador Waldemar Sarli, había resuelto el problema de los sueldos y su sistema duró con pagos en fecha casi diez años, incluyendo el período de Víctor ‘Toto’ Rossi como administrador.
La segunda, es que no sólo los políticos querían salir aquí. En una época a Mario Delgado Jerez se le creó el cargo de encargado de atender a quienes venían a la redacción. Uno de cada cien traía algo de interés, la mayoría eran personas angustiadas por alguna paranoia, como el que decía que la Embajada Española lo seguía para matarlo. O personas que erraban el calibre, como el que denunció que el profesor tal del liceo cual había llegado tarde tres veces seguidas. Podría ser verdad, pero tuvimos que llegar a convenciones sobre qué denuncia era responsabilidad de la prensa para el mejor funcionamiento de la sociedad y qué era someter a gente al escarnio público por errores menores.
La tercera la tuve que ir madurando solo. ¿Cómo se cubre a un gobierno de izquierda; aún suponiendo que uno quiere ayudar y los ataques histéricos a la Intendencia de Tabaré eran descomunales? Seguramente no resignando el pluralismo, no seleccionando sólo las noticias favorables. No haciendo propaganda. Nadie compra un diario para que le digan qué tiene que pensar. Mi respuesta fue transmitir día a día que gobernar es complejo, que detrás de las decisiones también hay problemas técnicos. Aprendí con el ingeniero Dalmás, de Vialidad, las sucesivas escuelas sobre la proporción de talco que hay que echar al alquitrán del pavimento. Un día encontré a una delegación del Cerro en el despacho de Ramón Cabrera que quería que el ómnibus pasara dos cuadras más abajo. “Menos mal que vinieron -les contestó-, porque ayer vino una delegación pidiendo que pasara dos cuadras más arriba y yo ya tengo firmada una solicitud para la Intendencia”. No fue fácil que los jerarcas lo entendieran. Una se me quejó: “Todas las malas noticias salen primero en La República”. “¿Acaso las buenas salen primero en otro lado?”, le respondí.
La cuarta novedad, fue el sistema de control que tenía Fasano. Leía todos los diarios y nos “cobraba” todas las noticias que hubiéramos perdido. A veces se pierde, pero no pasaba inadvertido. Aparte de eso, uno podía trabajar como quisiera; es decir, podía extremar su creatividad. El complemento era Zelmar Lissardi, secretario de redacción que en las reuniones previas de jefes de página a las 3 de la tarde ponía entusiasmo para salir a romper todo.
La quinta cosa que aprendí fue computación. Un día comenzaron a poner unos cables y de pronto había en los escritorios Macintosh 2, con su pantallita y una disquetera sola -sin disco duro-. Eso nos puso algo nerviosos. Pronto vino un argentino que estaba montando la red, nos llamó a los gritos y dijo más o menos: “Se prende con el botoncito de atrás. Ponen el disco, cuando aparece un menú, le dan clic en Word… y escriben.” Ese fue el curso de informática. Durante una semana hubo en la redacción tipeadoras que trabajaban abajo transcribiendo todas nuestras notas, para evacuar consultas, como qué quería decir ‘Save’.
Por esos años, un periodista español dijo que si la gente viera las salas de redacción, llenas de papeles en el piso, no compraría diarios. Usábamos unas hojas con renglones impresos en los que cabían 60 espacios de máquina de escribir. Así si a uno le pedían 35 líneas, el diagramador sabía cuánto iba a ocupar en la página impresa. Un día calculé que cada periodista gastaba por día unas 50 de esas cuartillas, entre los apuntes de conversaciones, esquemas, notas no terminadas y alguna para limpiar una mancha de yerba. Había un dúo en Policiales que las recogía, hacía pelotas y se las tiraba a los distraídos. El que protestaba, peor. Un día Nelson ‘Laco’ Domínguez, una leyenda del periodismo, cansado de que no respetaran su espalda, se levantó y gritó: “Me pongo el saco y me voy”.
Pero el diario seguía saliendo.
Jaime Secco. periodista