Opinión

La violencia instalada en la sociedad

Desde el fin de la dictadura y el retorno a la normalidad institucional, el relacionamiento entre los distintos actores sociales y políticos se sustentó sobre bases civilizadas, de respeto y tolerancia. Los grupos insurgentes de los años sesenta fueron lentamente integrándose al sistema y abandonaron las vías violentas que otrora habían abrazado. Al mismo tiempo, [...]

Desde el fin de la dictadura y el retorno a la normalidad institucional, el relacionamiento entre los distintos actores sociales y políticos se sustentó sobre bases civilizadas, de respeto y tolerancia.

Los grupos insurgentes de los años sesenta fueron lentamente integrándose al sistema y abandonaron las vías violentas que otrora habían abrazado. Al mismo tiempo, desde el Estado (por más que se hayan sucedido hasta 2005 gobiernos conservadores) se abandonaron las prácticas de represión violenta del descontento popular.

En conclusión, puede afirmarse que la violencia política ha sido desterrada de los hábitos de nuestra sociedad. Sin embargo, la agresividad y los comportamientos violentos han encontrado otras vías de manifestarse, y es así que a diario la crónica nos informa de hechos particularmente violentos que se producen en el seno de la sociedad y entre sus integrantes. No nos referimos solamente al fenómeno del incremento de la actividad delictiva, que también revela formas de violencia que otrora no se registraban y que hoy son moneda corriente.

Estamos hablando de hechos que ocurren casi diariamente y que tienen que ver con casos de violencia doméstica -sea entre cónyuges o contra los niños-, con ajustes de cuentas, o con desavenencias menores. En fin, se tiene la impresión de que la violencia se ha instalado definitivamente en nuestra sociedad y está presente en la forma de relacionamiento entre sus miembros. Últimamente, hemos visto con alarma varios casos que deben movernos a reflexión; todavía está fresco el recuerdo de la joven estudiante que recibió un balazo de uno de sus condiscípulos.

Son todos síntomas de que algo no anda bien en nuestra sociedad. Y todos debemos admitir nuestra responsabilidad en mayor o menor grado en el deterioro del entramado social y en el menosprecio que sienten los jóvenes por los valores que no hace mucho tiempo aparecían como incuestionables.

Aunque no nos guste, debemos reconocer que tienen razón algunos líderes de la derecha cuando señalan el descaecimiento del principio de autoridad. Movidos por impulsos pedagógicos trasnochados (por más que estuvieran inspirados en consignas seductoras), hemos renunciado a poner límites a niños y jóvenes sin advertir que todos ellos necesitan límites y que no hay educación posible sin que se impongan normas, parámetros, valores.

La educación pública debe tener en cuenta estas reflexiones de modo de poder dar un viraje significativo y erradicar la violencia y la agresividad de nuestra forma de relacionarnos.

Editorial

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