editorial
Es preciso remontarse a 1415, cuando el papa Gregorio XII renunció al trono de San Pedro, para encontrar un antecedente de la sorpresiva decisión de Benedicto XVI. Por más que la renuncia del pontífice esté prevista en el derecho canónico, la noticia sorprendió –por lo inesperado– a las jerarquías eclesiásticas, a la feligresía y a todo el espectro de dirigentes políticos en todo el mundo.
Inevitablemente, ante hechos como este, se dispara todo tipo de especulaciones por más que desde el Vaticano se emitan mensajes que intentan serenar las aguas y llevar tranquilidad a los fieles.
No hay motivo para sospechar que detrás de las razones oficiales invocadas por el pontífice se ocultan otras causas que ignoramos. La edad provecta de monseñor Ratzinger y la disminución de su fortaleza física parecen ser razones válidas para abandonar la Jefatura de la Iglesia Católica.
“Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”, según reza el texto de su renuncia.
No obstante, es innegable que Benedicto XVI imprimió a la Iglesia un rumbo diferente del que venía transitando bajo el pontificado de Wojtyla. Con Ratzinger, la institución eclesiástica dio un giro –no demasiado abrupto, vale aclarar– hacia posturas de corte preconciliar. Si bien es cierto que condenó con dureza el nazismo, se mostró renuente a admitir y a castigar con rigor los escándalos de pedofilia que sacudieron a la Iglesia. Asimismo, fue quien impulsó la vuelta a la misa tridentina que había sido modificada sustancialmente por Juan XXIII, en una suerte de restauración conservadora; sin olvidar el levantamiento de la excomunión a los cuatro obispos consagrados por el arzobispo cismático Marcel Lefebvre en 1988. En esta misma línea se inscribe la condena al uso del preservativo para combatir el sida, así como la censura al matrimonio entre personas del mismo sexo.
Su pontificado se vio salpicado, asimismo, por un par de escándalos de los que no se lo puede responsabilizar, pero que minaron el prestigio de la Iglesia; nos referimos al protagonizado por un oficial de la Guardia Suiza y a aquel en el que estuvo involucrado su mayordomo, condenado a 18 meses de cárcel, pero indultado por Su Santidad.
Es apresurado aventurar un pronóstico acerca del rumbo que habrá de tomar la Iglesia luego de esta renuncia. Tal vez la elección de algún prelado latinoamericano para ocupar el trono de San Pedro pueda dar a la Iglesia una imagen más acorde con la realidad.
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