opinión
No se puede comprender el presente sin pensar la historia; esto es algo claro y sistemáticamente repetido. Pero tampoco es posible entender el presente sin proyectar el futuro aunque este no exista. Aquí radica uno de los dilemas de la ciencia social, en tanto el futuro guía nuestros pasos y los de las sociedades. En el contexto de un mundo global de incertidumbres y paradigmas, se requiere otear el horizonte y proyectar el futuro. Desde los utopistas sociales, los escritores futuristas del siglo XIX incluyendo a Francisco Piria con “El Uruguay dentro de 200 años”, las proyecciones de crisis de alimentos de Malthus, el catastrofismo de Rosa Luxemburgo de inicios del siglo XX, hasta los estudios sobre los ciclos de Krondratieff, la proyección tecnológica de los futuristas del Instituto Hudson de Herman Khan, el del Club de Roma sobre los límites del crecimiento, la prospectiva del grupo Futuribles con Jouvenal o los puntos de ruptura y caos de Thom, se han dado múltiples recorridos conceptuales en la reflexión sobre el futuro, y aunque en su mayoría no han acertado en sus pronósticos, han sido guías para caminar mejor en la incertidumbre y bases para construir marcos legales y arquitecturas de funcionamiento.
La educación superior en el siglo XXI nació en mayo de 1968 junto a las luchas estudiantiles en París que fueron impulso a la creación de múltiples instituciones, los contratos docentes de 1989 y finalmente el proceso de Bolonia desde los 2000. En Estados Unidos fue el inicio de los tiempos de expansión de los College y las Universidades de investigación, de la jerarquización universitaria con los conceptos de “multidiversidad” y multiculturalismo sobre los cuales se ha aposentado la masificación y la construcción del mejor sistema universitario del mundo. En Uruguay en aquella época pensar el futuro fue el logro de la CIDE y de allí nacieron las ideas políticas e instituciones como el Codicen, el Banco Central, OPP, ONSC, etc que hoy marcan nuestros escenarios actuales. Pero la educación superior no fue centro de reflexión y el país nunca ha construido un mapa conceptual de su futuro. Así, en la oscuridad y en forma espasmódica como respuestas de coyuntura se comenzó a construir la dinámica de la educación superior del siglo XXI muy recientemente. La primera universidad privada y la diferenciación (1984), la regulación de la educación privada y el inicio de la diversificación terciaria jerarquizada (1995), la regionalización de la formación terciaria docente (1997), un sistema nacional de investigadores y una agencia de innovación (2005–2006), un plan estratégico en ciencia (Pencti) (2010) y el fin del monopolio público con la creación de la Universidad Tecnológica (UTEC) (2013). Falta sin duda mucho para recorrer, pero es un camino a tientas sin brújula y por ende conflictivo y desarticulado, que terminó bloqueando rápidamente proyectos fundamentales como transformar los CERP y el IPA en una Universidad Pedagógica, la creación de una agencia de evaluación y acreditación, un sistema de recertificación de competencias profesionales y dar un rol educativo a los colegios profesionales.
Se necesita un marco general de políticas de largo plazo que marque la nueva arquitectura del sistema, fijando los roles de los diversos actores, con diversos niveles de cooperación, de diferenciación y también de competencia. Vivir al día con respuestas a los problemas sin un mapa cartográfico y una brújula de navegación no condice con una sociedad madura, y se requiere un plan nacional y una ley de universidades que marque los rumbos de los caminos con un enfoque sistémico que impulse entre otros el aumento de la oferta, la calidad, la equidad, la competencia, la internacionalización, las prácticas preprofesionales, el licenciamiento, el uso de las TIC, etc. Hay que continuar abriendo más las ventanas universitarias, quitando las telarañas ideológicas sin el riesgo de burocratismos reguladores y que realmente contribuya a insertar el Uruguay en la sociedad global del conocimiento.
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