editorial
En ocasión de pronunciar su tradicional discurso de comienzo de un nuevo año ante el cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede, Benedicto XVI volvió a denunciar las desigualdades sociales frente al aumento de la brecha que separa a pobres y ricos.
Desde estas páginas hemos sido críticos de las posturas oficiales de la Iglesia Católica, especialmente en lo que tiene que ver con la inflexibilidad de esa institución en lo relativo al aborto o al matrimonio igualitario. Pero nunca hemos dejado de reconocer –y valorar en su justa medida– la oposición del Vaticano a lo que Juan Pablo II llamó el “capitalismo salvaje”, que se convirtió en tema recurrente de denuncia desde las altas esferas de la Iglesia.
Más allá de la polémica acerca de si es posible un capitalismo humanitario, no hay dudas de que todo intento de suavizar o mitigar los efectos brutales del capitalismo debe ser saludado. Particularmente en este comienzo de milenio en que, luego de la implosión del mundo socialista y el fin de la guerra fría, el capitalismo emergía como el único sistema posible, que una institución de incuestionable prestigio – como lo es la Iglesia Católica – condene ese modo de producción basado en la acumulación de capital y en la explotación del hombre por el hombre, no deja de ser un hecho plausible.
Esa postura no es, en definitiva, otra cosa que una actitud coherente con los principios y valores del cristianismo, principios y valores que la Iglesia no siempre observó. La solidaridad, el amor al prójimo, el renunciamiento a los bienes materiales, la “opción preferencial por los pobres” que preconizan los franciscanos, todo ese corpus doctrinario es la antítesis de la escala de valores y de la mentalidad capitalista. El capitalismo implica, necesariamente, apostar al individualismo más egoísta, y supone, asimismo, la entronización del afán de lucro como principio rector que hace posible la febril actividad económica cuyo fin no es otro que el crecimiento sin pausa en una espiral perversa y demencial. Exactamente lo opuesto a lo que Cristo postuló.
Esa sensibilidad cristiana, esa compasión por los que sufren, por los excluidos, esa indignación frente a las injusticias sociales, está, también, en el origen de las doctrinas de corte socialista que hicieron eclosión en el siglo XIX. Si Prudhon, Fourier, Marx y tantos otros elaboraron doctrinas socialistas es porque, previamente y como condición necesaria, se habían condolido por las condiciones en que vivían las clases bajas. Esos miserables que Artigas llamaba “los más infelices” y que pretendía fueran “los más privilegiados” en su Reglamento de Tierras democratizador y socializante.
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