opinión
Aunque hayan corrido ríos de tinta ¬como antes solíamos decir alrededor de la reforma migratoria cubana, creo que la esencia del drama vivido por casi cinco décadas alrededor de una política que limitaba y controlaba la posibilidad del libre movimiento de los cubanos, ha quedado plasmada en todo su dramatismo en una simple caricatura. En esa imagen aparecen dos ancianos, con sus nuevos pasaportes bajo el brazo, mientras uno le pregunta al otro: “¿Bueno, y ahora qué?”.
La ley que libera desde el 14 de este mes la posibilidad de viajar desde Cuba y hacia Cuba a la mayoría de los cubanos ¬pues queda una cifra por sus responsabilidades laborales en el país.
Desde los inicios de la década de 1960, en un contexto de guerra fría y con la adopción de la política migratoria típica de los países socialistas, el hecho de migrar se convirtió en un calvario para los cubanos que querían, pensaban o aspiraban eventualmente a hacerlo, ya fuese por razones políticas, económicas o familiares. A tono con esa política restrictiva se instituyeron figuras legales como la “salida definitiva”, una especie de destierro a perpetuidad que implicaba la imposibilidad de regreso para el que se iba (se le confiscaban todos los bienes), la figura física y estigmatizada del “quedado”, representada por esos miles de cubanos que aprovechaban un viaje de estudios o trabajo para solicitar asilo o residencia en otros países, y la del “rehén”, familiar de algún “quedado” al cual se le impedía o dilataba la posibilidad de reunirse con el “desertor”.
La actual reforma, que llega en un momento de cambios múltiples en la isla (sobre todo económicos y sociales), ha mostrado de inmediato sus limitaciones para las ansias de los potenciales migrantes cubanos. El gran escollo ahora se ha colocado fuera del país, pues un pasaporte sin visado solo puede llevar a los cubanos a destinos no demasiado apetecibles, entre los que no están, por supuesto, Estados Unidos, Canadá, Europa o la mayoría de los países latinoamericanos. El gobierno de Ecuador, por ejemplo, que hasta ahora admitía a los cubanos sin exigirles visados, ha decidido solicitar una carta de invitación emitida por alguien dentro de su país que se responsabilice con el sostenimiento del viajero, una medida que pretende controlar el flujo posible de cubanos hacia esa nación.
También como respuesta inmediata a la nueva ley, ciertos grupos del exilio cubano en el sur de la Florida, entre ellos algunos de sus representantes políticos, ante el temor de un supuesto éxodo masivo, han comenzado a pedir una revisión de la famosa Ley de Ajuste Cubano (1966), que acogía a cualquier ciudadano de la isla que llegase a territorio estadounidense. Esos grupos y personas ahora pretenden que se levante un nuevo muro migratorio, pues reclaman que se limite la ley a los verdaderos “refugiados” o “perseguidos” políticos, y no incluya a los que emigren con la aspiración de mejorar sus vidas. Por supuesto, siempre contando con que a esas personas se les conceda el esquivo visado estadounidense o que lleguen al país arriesgando sus vidas en el cruce de fronteras o en el estrecho de la Florida, a bordo de las famosas balsas.
Ante tales situaciones, cualquier mente más o menos lúcida no podría dejar de hacerse la pregunta de por cuál razón las autoridades cubanas sostuvieron por tanto tiempo unas restricciones a la posibilidad de migrar que tantos en el mundo criticaban, casi siempre con razón, y que ahora limitan o pretenden limitar. Y también podría preguntarse el lúcido perspicaz porqué hay tantos cubanos que, por las más diversas razones, aspiran a engrosar las filas de los emigrantes.
El caso es que mientras unas puertas se abren para muchos cubanos con deseos de viajar, otras permanecen cerradas y algunas otras se pretenden entornar peligrosamente. Pero, con independencia de esas aperturas y cierres, el drama interior de este conflicto migratorio revela su punto más trágico en las imágenes de la caricatura reseñada: la de dos o tres generaciones de cubanos que por años no tuvieron la posibilidad de viajar libremente, permanecer en el exterior el tiempo que desearan y volver cuando quisieran o lo necesitaran, esos millones de cubanos que fueron prisioneros de una ley que limitaba y hasta impedía sus proyectos de vida.
Para los cubanos más jóvenes la reforma migratoria puede significar una esperanza de hacer, en Cuba o donde los acojan, la vida que más o menos puedan armar. En cambio, para la generación de sus padres y sus abuelos, profesionales o no, la posibilidad de disfrutar de esa libertad concedida es mucho más escasa y difícil. Con los años vividos a cuestas, en el contexto de un mundo en donde cada vez más el mercado laboral exige sangre fresca, sin tiempo ya para rehacerse profesional o laboralmente, el sueño que algunos acariciaron de poder migrar, bien puede convertirse en una pesadilla. ¿A dónde ir? ¿De qué vivir? ¿Cómo insertarse en un mundo en crisis con cuarenta y cinco, cincuenta, sesenta años de edad? ¿Ir y quedarse? ¿Ir y volver? ¿Quién los quiere?…
Lo más complicado para esas generaciones de cubanos es que el drama de la opción migratoria, que como posibilidad les llega con retraso, a otras escalas se reproduce para ellos dentro de las fronteras cubanas, donde se instituyen cambios económicos en los que la habilidad, la fuerza y la competitividad resultan cada vez más necesarias para quienes aspiren a superar la categoría de asalariados públicos, atados a las insuficientes ganancias que les reportaron y reportan sus esfuerzos. Tantas adversidades que los convierten en figuras de tragedia, más que de risueñas caricaturas.
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