editorial
Nunca está de más evocar un hecho histórico convertido en hito insoslayable que marcó un antes y un después en la larga noche dictatorial.
El 30 de noviembre de 1980, cuando habían transcurrido siete años del golpe de Estado, el cuerpo electoral concurrió a las urnas para decidir nada menos que el futuro institucional del país.
El régimen cívico-militar se hallaba en su apogeo, y la frase “tenemos milicos para rato” -que se oía con cierta frecuencia en boca de los ciudadanos comunes- revelaba el estado de ánimo que había ganado a la población.
Sin embargo, las presiones internacionales llevaron a las autoridades a empezar a pensar en dar un barniz legitimador al gobierno. Para ello, y como primer paso de un “cronograma” diseñado en la cúpula, se elaboró un proyecto de reforma constitucional que respondía a la ideología del régimen y que sería sometido a la ciudadanía el último domingo de noviembre de 1980.
No vamos a reiterar el contenido de aquel engendro fascistoide que sepultaba sine die las expectativas de un retorno a la normalidad institucional propia de un auténtico régimen democrático-republicano. Lo que sí vale la pena recordar es la atmósfera de escepticismo que reinaba por entonces en la población, una población agobiada por la crisis, impotente ante los desbordes autoritarios y viviendo bajo el oprobio del terrorismo de Estado.
En ese contexto, la convocatoria a un plebiscito organizado por el gobierno dictatorial aparecía a los ojos de la población como lo que era: el propósito del gobierno de legitimarse y asegurar su permanencia. Así las cosas, nadie en su sano juicio pensaba ni por asomo en la posibilidad de que el régimen sufriera un revés. Por otra parte, la campaña propagandística desplegada por el gobierno a favor del voto por sí resultaba tan avasallante, con todos los medios a su servicio, que parecía imposible competir en condiciones tan desventajosas. Se había instalado en la sociedad la convicción de que era imposible ganarle a la dictadura; entre otras razones, porque ningún gobierno de facto organiza un plebiscito si no está seguro de ganar.
No obstante, a medida que nos acercábamos a la fecha, el pesimismo iba cediendo paso a una mesurada expectativa, alimentada por la militancia de algunos pocos y valientes medios opositores y de unos cuantos anónimos y corajudos ciudadanos que en la clandestinidad lucharon como pudieron a favor del voto por no; sin olvidar las reuniones en casas de familia donde la gente se juntaba a escuchar las casetes que enviaba Wilson desde Londres.
Así se llegó al domingo 30 de noviembre. Una jornada silenciosa, de tensa calma, dominada por la incertidumbre del resultado. En ese clima, cuando de noche empezaron a abrirse las primeras urnas que arrojaban cifras aplastantes a favor del voto por no, los uruguayos creían estar soñando.
Aquello marcó el principio del fin del proceso cívico-militar; y también, el principio del fin del pesimismo. Una batalla clave en la larga y dificultosa lucha por la recuperación de la democracia y la libertad.
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