Opinion

Nuestro homenaje al prócer

Justo es reconocer que es una ardua tarea la de homenajear a Artigas sin caer en frases hechas o en ditirambos acartonados; es muy difícil intentar rescatar al ser humano de carne y hueso -y al verdadero prototipo de caudillo provincial- para sacarlo del estereotipo solemne y vacío que no sabe homenajear si no es por medio del bronce.

Sin embargo, la fiesta de ayer tuvo un rasgo que lo distingue del patrón común de las ceremonias oficiales: la parte oratoria estuvo a cargo nada menos que de Daniel Vidart, cuyo discurso supo rescatar al ser humano oculto tras el estereotipo a que lo ha reducido el discurso oficial desde hace más de cien años.

Hemos dicho en oportunidad de conmemorarse su natalicio, en junio pasado, que José Artigas no fue el fundador de nuestra nacionalidad. Fue un líder provincial, con profunda vocación autonomista pero con una marcada voluntad integracionista, federal, americanista. En ningún momento pasó por su cabeza la idea de hacer de esta tierra, su Banda Oriental, un país independiente.

Pero por sobre todas las cosas, Artigas fue un revolucionario. Imbuido del pensamiento de la Ilustración y de la Revolución Norteamericana, fue un demócrata cabal, enemigo de toda forma de tiranía. Al respecto cabe recordar la síntesis perfecta de su democratismo plasmada en la oración inaugural del Congreso de Tres Cruces en abril de 1813: “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa por vuestra presencia soberana”. He ahí impecablemente formulado el principio de soberanía según los conceptos del enciclopedismo dieciochesco: la autoridad de un gobernante no es de origen divino sino que le ha sido conferida circunstancialmente por los ciudadanos, únicos depositarios de la soberanía.

Esto, en cuanto a su ideología política. En lo que tiene que ver con su pensamiento social, bueno es recordar que Artigas fue educado por sacerdotes franciscanos, y que esa Orden religiosa había hecho una “opción preferencial por los pobres”. Se puede decir, pues, que Artigas incorporó esos preceptos, los asimiló y los mantuvo siempre como guía de su accionar. ¿Cómo explicar, si no, el espléndido documento que es el Reglamento de 1815?

Recordemos, pues, a esa figura entrañable y dejemos que siga guiándonos.

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