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tiempos modernos

El prestigio de la televisión

Julio Guillot PUBLICADO el Domingo 19 de agosto, 2012
Julio Guillot

Una afección bronquial, tan de moda en este invierno implacable y cambiante, me obligó a permanecer en mi hogar por más de una semana.

Aproveché la ocasión para disfrutar del dolce far niente, una nobilísima actividad que me permitió comprobar la razón que asistía a un amigo cuando afirmaba: “¡Qué lindo es no hacer nada… y después de no hacer nada, descansar!”.

Me reencontré con la saludable práctica de la siesta, algo que me está vedado de lunes a sábado (veda que normalmente se extiende a los domingos, cuando me visitan mis nietos cuya algarabía resulta incompatible con todo intento de sestear).

También aproveché el tiempo para realizar ciertas tareas siempre postergadas (poner orden en los estantes, en la ropa, en los papeles) y para leer.

Como así y todo me sobraba tiempo, dediqué algo de ese tiempo a mirar la tele. No me sorprendió confirmar que el nivel de los canales privados es bastante deplorable (y que TNU y TV Ciudad son los que tienen los mejores programas), pero lo que más me alarmó fue comprobar el menosprecio por el lenguaje que exhiben quienes nos hablan desde la pantalla chica.

Cómo sorprenderse, entonces, de la pobre producción lingüística de los jóvenes uruguayos… Periodistas, informativistas, conductores televisivos e incluso figuras políticas de primer nivel –con honrosas excepciones – cometen innumerables errores gramaticales. Desde barbarismos como el dequeísmo hasta confusiones semánticas aparecen diariamente en el discurso de quienes se han convertido en modelos.

Porque, a no engañarse: para el común de la gente, la televisión otorga inmediatamente un aura de prestigio a todos los que se asoman a la intimidad de nuestro hogar para contarnos lo que pasó, para hacernos partícipes de sus reflexiones, para decirnos qué desodorante debemos usar, para explicarnos las razones de una decisión gubernamental o de una interpelación.

Inconscientemente, el ciudadano medio, el hombre de la calle, aprehende y hace suyo el modo de expresarse de esos dioses de la comunicación. El problema es que para aparecer en la pantalla y pontificar desde allí, no es necesario ser ni culto ni inteligente; el prestigio de que gozan no se debe a virtudes de las que por norma general carecen sino al mero hecho de conducir un programa o de ocupar una banca en el Parlamento.

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