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Su corta trayectoria incluía cuatro años cursados en Facultad de Arquitectura y otros cuatro en la enseñanza del Taller Pepe Montes. En su inicial muestra unipersonal, Virginia Patrone (montevideana de 1950) irrumpió, en el cauteloso accionar de los pintores nacionales, con vigorosa resolución de modificar los códigos de representación habituales. Los estallidos de colores cálidos, el dinámico tratamiento de la materia extendida a plena pasta, el sello innegablemente barroco de la composición estaban al servicio de una visión alucinada de los balcones de la Ciudad Vieja.
Era ver la ciudad de todos los días de repente alterada por una convulsión desconocida, extraña, tumultuosa, con figuras femeninas saliendo o escapando de las ventanas (“Ventanas a la calle”, era el título de muestra en el Instituto Cultural Anglo- Uruguayo), de algunos edificios emblemáticos de la arquitectura (Hotel Colón), entonces muy deteriorado (hoy felizmente recuperado), en una suerte de discurso liberador de esas mujeres volanderas ansiosas de adquirir autonomía e identidad propias fuera de los roles tradicionales impuestos, largamente aceptados. Desdobladas en erinias o furias vengativas, con fuerza primitiva o en benévolas diosas protectoras, esas imágenes femeninas, identificadas muchas veces como autorretratos, son portadoras de urgente, vital sensualidad, cargada de erotismo. La intención recuperativa de un pasado esplendor (en el urbanismo, en la pintura) se adivina entre las posibles lecturas de esas obras.
La mujer será el tema constante en Virginia Patrone. La mujer y la pareja humana. Que, poco a poco, según pasan los años, los resortes de la afectividad la acerca a las ondulaciones del Art-nouveau de Alvaro Pemper, en una curiosa asimilación formal donde era imposible distinguir la pertenencia autoral del cuadro.
Virginia Patrone, luego de residir muchos años en España (en la actualidad está afincada en Barcelona) volvió a Montevideo, tras una ausencia de siete años. Exhibe en el Museo Gurvich trabajos últimos. Quedó atrás la agitación barroca, aunque persiste la mujer, ella misma, como protagonista absoluta del cuadro. Deja, ahora, paso a una reflexión serena que alude a los maestros de la pintura (Ingres, Gauguin), a los arabescos suaves pero interiormente intensos, con un mayor dominio del dibujo cerrado que potencia el volumen y establece un sistema relacional cambiante en la escala de las figuras representadas. La sensualidad se recuesta en aspectos decorativos de los vestidos, de extrañas alusiones, así como en los cambiantes rostros, a veces muy tahitianos, o en súbitas deformaciones interrumpidas (obra que ilustra esta nota). Porque también se acuerda de la cultura mediterránea, acaso del noucentismo catalán que tanta incidencia tuvo en Joaquín Torres García, y de Ramón Casas e Isidro Nonell, en cuatro formidables desnudos femeninos con predominio del blanco y negro, con leves trazos de azules diluidos, que rubrican una instancia de madurez de la artista, en su serena, austera expresión, sin que falte la energía cautivadora en cada una de las obras. No es casual. Si el color es una de las facetas que distingue a Virginia Patrone, el dibujo (que suele exhibir con menor frecuencia) se impone como un lenguaje de empinada vibración comunicativa.
En su larga estancia europea, Virginia Patrone permaneció ajena y/o indiferente a las tentaciones cambiantes de las experiencias pictóricas contemporáneas cuestionadoras de la propia pintura y sus códigos establecidos durante siglos. Prefirió, como opción personal, profundizar y continuar su propio lenguaje que, a pesar de las virtudes señaladas, no deja de situarse en una delicada periferia de la vertiginosa realidad artística actual.